Hace diez días, después de poner la economía mundial patas arriba con su guerra arancelaria, Donald Trump intentó tranquilizar a los estadounidenses comparando las medidas que estaba tomando con una operación quirúrgica imprescindible. En Truth Social, su red particular, escribió con la habitual profusión de mayúsculas: “¡La operación ha terminado! El paciente está vivo y se está recuperando. El pronóstico es que pronto estará más fuerte, más grande, mejor y más resiliente. ¡¡¡Hagamos América Grande de Nuevo!!!”.

Como sabemos, al cabo de una semana, como el paciente no se recuperaba, Trump tuvo que suspender el tratamiento. No sé si le quedan ganas de seguir jugando a los médicos. Esperemos que no, porque el supuesto enfermo, la economía estadounidense, tenía una salud envidiable: un paro mínimo, una inflación controlada, un crecimiento netamente superior al europeo. No era necesario operarle. Ya veremos qué sucede a partir de ahora.
Cuando un gobernante compara el ejercicio del poder con el de la medicina, como si el país que gobierna fuera un paciente, mal asunto. Por regla general, quiere decir que se está atribuyendo unas funciones que van más allá de las que le corresponden y que, a fin de imponer a los ciudadanos lo que cree que les conviene, está dispuesto a tirar de bisturí.
A los dirigentes autoritarios las metáforas médicas siempre les han gustado. Hace más de cien años, el regeneracionista Joaquín Costa reclamaba un cirujano de hierro para salvar a España de sus males y acabó siendo el general Franco quien interpretó el papel, con las consecuencias que todos sabemos.
En Grecia, otro militar, el coronel Georgios Papadopoulos, hombre fuerte del régimen de los Coroneles que gobernó el país de 1967 a 1974, también utilizaba este lenguaje. Para justificar la supresión de los derechos fundamentales, decía que era necesario enyesar el país para inmovilizar los huesos fracturados y darles tiempo a soldarse. El novelista Thanasis Valtinos llevó la metáfora al absurdo en un cuento en el que un paciente había tenido un accidente causado por alguien que le había puesto la zancadilla y veía cómo el médico cada vez le enyesaba más partes del cuerpo. Por último, el médico le enyesaba la boca, para silenciarle para siempre, y el paciente se daba cuenta de que no era la primera vez que le veía. Era el mismo hombre que le había hecho caer.
Si Trump quiere que le respeten, debe comenzar respetando los acuerdos firmados por EE.UU.
En las democracias este lenguaje no es tan habitual y cuando algún gobernante lo utiliza suele ser para proponer tratamientos menos invasivos que la cirugía. ¿Se acuerdan del doctor Borrell y de su terapia del ibuprofeno? Pero Donald Trump juega fuerte, como todos sabemos, y si asume el papel de médico no es para recetar placebos ni analgésicos, sino para hacernos temblar de miedo con su bisturí.
El lema que ha copiado de Silicon Valley es moverse rápido y romper cosas, y vaya si las rompe. Ha estado a punto de cargarse el orden económico mundial que ha permitido que, en los últimos cuarenta años, casi una tercera parte de la humanidad haya salido de la pobreza. Y ha pulverizado la confianza del mundo en Estados Unidos. Si esto no es romper cosas, que baje Dios y lo vea.
Se ha discutido mucho si los disparates con los que nos bombardea a diario el presidente para ocupar todo el espacio informativo obedecen a un plan racional o no. Dicen que sus imposiciones y amenazas son una táctica negociadora propia de un promotor inmobiliario de estilo mafioso y que lo que en realidad busca es un gran acuerdo que permita la devaluación del dólar y el reequilibrio del sistema comercial mundial en favor de Estados Unidos.
Yo dudo de que tenga una estrategia clara. Una de las pocas conclusiones que saqué de los años en que veía cómo se decidían las cosas y cómo se explicaban después es que si las acciones extrañas o equivocadas de un gobierno pueden ser atribuidas a la incompetencia o a la estupidez, no hace falta darle más vueltas, porque la razón es esta. Los intentos de encontrar una explicación más racional son fruto de la resistencia a creer que estamos gobernados por personas que pueden ser tan tozudas, tan necias o tan pueriles como cualquiera de nosotros.
Por eso, pienso que la pataleta arancelaria de Trump es producto de sus obsesiones –contra el déficit comercial, contra la globalización, contra los expertos– y de su ignorancia, aplaudida por una pandilla de colaboradores tan indocumentados como él y de pelotas que no se atreven a llevarle la contraria.
Seguro que él se siente feliz, aunque se haya tenido que tragar la tabla con los aranceles que quería aplicar a cada país y solo mantenga el pulso con China, que dice que le ha faltado al respeto. Lleva tres meses siendo el protagonista absoluto de todas las pantallas del planeta. Un tuit suyo es suficiente para hacer descarrilar la economía mundial. Nerón palidecería de envidia.
¿Qué más puede soñar? Sí, ya lo sé, le gustaría que le trataran con un poco de respeto. Quizá alguien debería decirle que, si quiere que le respeten, conviene que, en lugar de jugar a los médicos con los aranceles –ahora los pongo ahora los quito, tú sí y tú no–, haga el favor de respetar los acuerdos comerciales firmados por Estados Unidos.