El suizo Joël Dicker (Ginebra, 1985) es de esos pocos escritores que atraen multitudes a la manera de las estrellas de la música o el cine, con colas masivas, gritos y persecuciones. La presentación, el pasado lunes en Barcelona, de su nueva novela, La muy catastrófica visita al zoo (Alfaguara/La Campana), fue muy civilizada porque el público tuvo que inscribirse previamente y había control de seguridad en la puerta. Un poco antes del acto, atendió a este diario en su hotel: “¿Saben que tengo una foto que me hicieron ustedes, los de La Vanguardia, en mi despacho? La veo siempre que escribo: estoy yo con los guantes de boxeo en el ring, en un gimnasio del Clot, junto con mi editor, Bernard de Fallois. Fue en 2013, a raíz de la entrevista que me hicieron por mi primer libro traducido, La verdad sobre el caso Harry Quebert”.

Joël Dicker y su entonces editor, Bernard de Fallois, posan para 'La Vanguardia' en 2013, en una foto que el escritor suizo tiene en su despacho y contempla mientras escribe.
Hasta entonces, era usted un escritor fracasado.
Sí, me rechazaron cinco libros previos, prácticamente todas las editoriales. Pero Bernard creyó en mí…
En esta foto, es usted su ‘Million dollar baby’…
Sí, pero me gusta por la conexión que se ve entre nosotros. Refleja la relación que teníamos. Le voy a confesar algo: cuando Bernard murió, hace siete años, tuve ofertas de muchas editoriales. Miré esta foto fijamente y me pregunté: ¿qué hubiera querido Bernard que hiciera?
¿Y?
Él dejó escrito en su testamento que su editorial no le sobreviviera, porque no quería que fuera comprada por un gran grupo. Tras su muerte, yo ya no tenía editor pero miré esa foto de mi despacho, con los guantes de boxeo, con él animándome al lado, y me dije: ‘No, Joël, no puedes irte ahora a otra editorial. Simplemente, no es posible’. Él me había enseñado mucho. No solo sobre mis textos, sino sobre el negocio editorial, cosas que no se le cuentan a un autor. Y me dije: sí, tengo que convertirme en editor. Y así creé Rosie & Wolfe, que publica toda mi obra y uno o dos títulos al año de otros autores.
¿Cómo le va?
Bien. Mi objetivo no es añadir más libros a todo lo que ya se publica porque sí, tampoco producir tantos libros como sea posible. Lo que quiero es potenciar el poder de la lectura, crear lectores.
Esta novela, sobre un grupo de niños que investiga quién ha inundado su escuela, es muy diferente de sus otras novelas. ¿Por qué?
¿Y por qué no? ¿Por qué tenemos que escribir siempre la misma novela? ¿Por qué tenemos que ser como un hámster saltando en una rueda que no para de caer y caer? Eso es precisamente lo que la creación no quiere. La creación nos lleva siempre a otra parte, no se decide. Personalmente, no creo que se pueda decir antes de escribir: voy a hacer un libro diferente. Se hace poco a poco. Con todo el éxito de mis libros anteriores, y la relación que he establecido con mis lectores, en el momento en que me doy cuenta de que va a ser algo bien diferente, obviamente surge la ansiedad…
¡Incluso Joël Dicker puede angustiarse!
¡Sobre todo yo! Me planteé muchas preguntas: ¿Lo leerá la gente? ¿Les gustará? ¿Qué debo hacer? ¿Qué no debo hacer? Y, al final, me di cuenta de que lo importante es ser auténtico. Hacer lo que quieres hacer.
Pero sí encontramos algunos elementos característicos de su trabajo. Por ejemplo, hay muchos giros en la trama, y una investigación casi policial. Es muy Dicker, aunque a la vez muy diferente.
Eso es lo que yo quería también. Se inserta en una continuidad, es otra etapa, otra cosa, pero al mismo tiempo hay un ADN que es el mío, quieres saber qué va a venir, quieres pasar las páginas…
La voz de Joséphine, la niña narradora, está muy conseguida, con esa mezcla de lógica implacable, ingenuidad y ternura.
¿Cómo se crea una voz? En un libro, sencillamente, funciona o no funciona. No es como el trabajo de un cómico o un actor que van perfeccionando, siguiendo unas técnicas, sumándole horas. Aquí no: o aciertas enseguida o has fallado, no funciona y lo tienes que cambiar. Por ejemplo, …Harry Quebert fue la primera vez que escribía un libro ambientado en Estados Unidos y mi preocupación era ¿cómo se escribe un libro en francés que transcurre en inglés? Me di cuenta de que la respuesta estaba en la forma de contar la historia. Y a medida que me adentraba en ella, tuve la sensación de que funcionaba. Y con Joséphine me pasó lo mismo: a medida que la hacía hablar iba fluyendo, me daba placer.
Yo insulto mucho en el coche, creo que todos enloquecemos cuando conducimos"
¿Es este libro una especie de homenaje a las novelas juveniles, con grupos de chicos que viven aventuras como Los Cinco, Los Siete Secretos, Los Tres Investigadores de Alfred Hitchcock…?
Homenajeo a la literatura que nos hizo nacer el gusanillo por la lectura. En mi caso, es El conde de Montecristo de Dumas, La isla del tesoro de Stevenson, todo Julio Verne… Y, sobre todo, Roald Dahl y Dick King-Smith. Aventuras emocionantes que nos sacan de lo ordinario. Gente corriente que nos saca de lo corriente. Personas con las que puedes identificarte, no extraterrestres, ese es para mí uno de los principales motores de la literatura.
¿ Por qué estos niños son especiales?
Ese es el tema clave: definir la normalidad, pues la norma es algo que cambia constantemente. Al principio, tenía a la narradora, Joséphine, y quería que participaran en la historia todos los niños de su clase. En Suiza una clase normal tiene 15 o 20 alumnos. No podía tener tantos personajes, el lector los iría olvidando… Seis no está mal, me dije. ¿Y cómo justifico que es una clase de seis? Se me ocurrió que fuera una escuela especial, para niños especiales. Y, al lado, tenemos la llamada ‘escuela normal’. Eso me excitaba, porque lo que me interesa es mostrar la locura que se crea, sobre todo en los padres.
La imagen que da de los padres no es muy buena…
Los pobres padres son un poco como alegorías. Es decir, representan el mundo de los adultos. En el café, en el hotel, en el supermercado, en la calle, en el coche... Por ejemplo, antes de venir aquí estaba en un taxi y el conductor se puso a insultar a otro taxista que se saltó un semáforo… Yo también lo hago cuando conduzco, insulto mucho, lo confieso. Creo que todos enloquecemos cuando conducimos.

Joël Dicker, durante la entrevista
Es también para lectores jóvenes, y quizá sea una de sus novelas más políticas.
Es verdad. Me doy cuenta de que tengo más libertad con la voz de un niño que con la de un adulto. La misma historia contada por la señorita Jennings, la profesora, no sería lo mismo, porque el adulto moralizaría, juzgaría. Pero los niños pueden decir lo que quieran, pueden decirle a alguien que ven en el autobús: “¡Vaya! Eres muy, muy vieja”, y hacer reír a la señora. Tienen esa clase de frescura.
Cambia su tipo de humor, está más basado en los juegos de palabras.
Si, al escribirlo, me hubiera preguntado cómo iba a funcionar esto en otros idiomas, habría abandonado al momento. Lo hice sin pensar y me dije: si viene mi editor catalán a decirme que es intraducible, mala suerte. Pero han salido airosos.
Sus personajes realizan un curioso referéndum ¿Qué vota usted, pizza o brócoli?
¡Pizza, definitivamente! Respetando a la minoría del brócoli… Esa escena es más profunda de lo que parece. Los niños nos están diciendo que la democracia es importante, que hay que votar. Cuando no votas, distorsionas y debilitas la democracia. ¿Y por qué? En Ginebra, de donde yo vengo, la participación ronda a veces el 35%. Eso significa que el 65% de la gente no acude a las urnas. Hacemos muchos referéndums y, si todo el mundo vota y pierdes, te dices: ‘Así es la democracia’, puedes aceptarlo. Pero si, como sucede de hecho, ha votado muy poca gente, te dices: ‘Espera, no, no acepto el resultado, porque no estamos seguros de que represente lo que la gente quiere de verdad’. Estamos debilitando la democracia. Creo que nos enzarzamos en debates políticos complejos, y tendríamos que empezar por el principio, lo simple, que es realmente esto: hay que ir a votar.
Otro tema del libro es la censura. ¿Tenemos un problema con eso?
La pregunta, para mí, no es si tenemos un problema con la censura sino: ¿quién tiene derecho a censurar? La respuesta es muy clara: el Estado. Los padres solo tienen esa potestad con sus propios hijos, a los que pueden decirles: «Esto no es apto para vosotros». La censura existe y está regulada por ley, es algo que puede hacer el Gobierno, prohibir una manifestación, un espectáculo, la proyección de una película, lo que sea, según criterios legales. Y, si no estás de acuerdo, puedes recurrir a un juez. Eso es el sistema, eso es democracia. Pero, en mi libro, son todos los que quieren decidir aquello que se censura, los padres, los vecinos, los ciudadanos… la gente quiere jugar un papel que no les corresponde. Es lo que sucede en las redes sociales.
¿Cuál cree que es la principal característica de Joséphine?
Representa el autosacrificio, la voluntad de llevar algo hasta el final. Es la abnegación.
¿Tiene algo suyo?
La abnegación. Eso mismo.
Artie...
Él es un hipocondríaco y yo también lo soy un poco.
¿De verdad?
No hasta el punto que lo lleva él. Pero sí… ¿Sabe lo que dice el epitafio de un hipocondríaco?
No…
‘Os lo dije’, ja ja ja. Eso pondrá en el mío.
Thomas es karateka, usted boxeador...
Compartimos la pasión por el deporte de combate, él tiene este tipo de energía. Es enérgico, quiere ayudar a los demás. Pobre, sufre porque golpea a la gente en la cara. Pero, cada vez que da un puñetazo, está defendiendo a alguien. No digo que haya que pegar, pero él es un justiciero.
¿Otto?
Soy, como él, un fanático del diccionario. En casa o en la oficina, hay que tener un diccionario de papel de verdad. Porque, cuando buscas una palabra en el diccionario, lo abres y descubres otras palabras. Buscar una palabra en el diccionario es una alegría. Con Otto comparto el placer de buscar palabras.
Giovanni, el millonario con un servicio doméstico muy completo, no es usted ¿verdad?
No, no, pero su abuela sí es la mía, que se pasa el día sentada delante de la televisión viendo ‘Colombo’ y otras series, esa es mi abuela.
Y Yoshi, que no habla nada.
Hay un lado mío muy callado y discreto, es difícil de imaginar porque nos encontramos siempre en entrevistas y, claro, no voy a dejar de hablarle. Pero me gusta ser discreto.