A Madrid siempre lo han definido mejor los de fuera, a veces con la palabra, otras veces con la técnica y siempre con su desvelo, con su confusión de recién llegado y su orgullo de madrileño fetén pasados cinco minutos. Fue un gallego quien localizó el aire de la ciudad en algún punto entre Navalcarnero y Kansas City, y fue otro quien se ocupó decididamente de que dejara de ser ese lugarón manchego poblado por subsecretarios para romper en metrópoli moderna. El rompeolas de todas las provincias, desde la entraña misma del monumento que él imaginó y hoy ejerce de consistorio, devuelve ahora el caudal de su gratitud a Antonio Palacios cuando se cumple siglo y medio de su nacimiento.
La muestra es quizá una manera alambicada que tiene este Madrid pujante de homenajearse a sí mismo a través de su último gran arquitecto, pontevedrés de Porriño que fue madrileño por voluntad. Hay una línea de luz que conecta a Ventura Rodríguez con Palacios a través de Juan de Villanueva, a quien nuestro hombre atribuyó el «canon rector de la moderna arquitectura». A los geométricos afanes de estos tres y a la gracia de Sabatini debe acaso mi ciudad toda la elegancia que le han dejado tener.
Palacios es apellido parlante. Se propuso dotar a la capital de la monumentalidad que le faltaba sin renunciar al mandato contemporáneo de la funcionalidad. Esto es lo que nos gusta de sus edificios: que en ellos la grandeza nunca es gratuita ni el clasicismo deja de ser moderno. El espacio se ocupa con decisión, incluso con suficiencia, pero sin derroches a la francesa. O a la vienesa, esa afectación pastelera que le sacaba de quicio: «Las influencias son inevitables, pero no la imitación. Nada tan horroroso como el arte vienés, tan generalizado en España, que ni siquiera es vienés, porque en Viena no existe. Es arte editorial». Basta un vistazo a las alternativas que compitieron por ganar el concurso del Palacio de Comunicaciones. Es como pasar de los románticas ruinas del siglo XIX al asombroso vestíbulo del XX.
El vanguardismo constructivo de Palacios se nutrió del desempeño de su padre como ayudante de obras públicas de ferrocarriles. Ahí se enamoraría la imaginación del niño de los futuros fetiches del arquitecto: la piedra y el hierro. Pronto incorporaría el cristal, que consideraba el único material precioso creado por el hombre. Más tarde su arte, emancipado de purismos, tendería alianzas orgánicas con el trabajo de ceramistas, ingenieros o escultores. Nada de lo humano le será ajeno salvo el conformismo.
El campo de operaciones de Palacios se concentra en el doble eje que articula la villa añeja y la metrópoli por venir: el eje histórico de Alcalá y el eje nuevo de Prado-Recoletos-Castellana, aparte naturalmente de la Gran Vía, «abierta a través del cascote y de la roña». La rótula de esa gran articulación urbana es precisamente el Palacio de Comunicaciones, que asentó su prestigio y le permitió desplegar su intervención quirúrgica sobre el cuerpo de la ciudad. El Banco Español del Río de la Plata -hoy sede del Instituto Cervantes- redefine la arquitectura bancaria con un optimismo digno de los últimos rebotes bursátiles: el imponente volumen exterior da paso a un espacioso cubo de luz que sacraliza el arte de hacer negocios. Diseña los hoteles Matesanz y Alfonso XIII. Acomete con entusiasmo las obras del Metro: dibuja el logo emblemático, ordena los espacios subterráneos e idea en superficie las bocas y el icónico templete de los ascensores de Gran Vía. Cuando le encargan un hospital para jornaleros concibe nuevamente un palacio -el Hospital de Maudes de Cuatro Caminos- que dignifica la labor de los obreros y contribuye por su sola magnificencia a su restablecimiento. Y cuando traza sobre el papel el Círculo de Bellas Artes, entierra el modelo de casino de provincias bajo la mole de una acrópolis neoyorquina que cambia radicalmente en cada planta.
Cuando estalla la guerra civil, don Antonio vuelve a refugiarse en el futuro. Lápiz en mano se pone a soñar una Gran Vía Aérea: una ciudad que sobrevuela la Casa de Campo mediante siete grandes puentes de hierro a 60 metros de altura, apoyados en pilonos-rascacielos para viviendas. Murió en 1945, ahorrándose así el disgusto de vérselas con informes ratoneros de impacto ambiental.