Esta semana he tenido dos alegrías: la primera haber recuperado el nivel oro de la tarjeta de Iberia Plus y la segunda, rellenar el borrador de la declaración de la renta y comprobar que me sale una cantidad a pagar algo menor de lo que tenía previsto. Pensarán que un tema y otro no están relacionados, pero sí. Como, aun siendo ya una señora mayor con derecho a pensión de jubilación, me empeño en seguir trabajando no sea que me retire a mis cuarteles de invierno y alguien me eche en falta, debo seguir viajando y lo hago en avión, porque, al igual que lo de empeñarme en seguir activa, mi natural masoquista necesita tener razones para cabrearme por casi todo. Un bucle del que algún día tendré que liberarme.

Lo de Hacienda, ya se sabe, tanto ganas, tanto pagas y mejor no discutas. Ante el fisco, como ante los guardias urbanos o los mossos (en caso de infracción de tráfico), lo mejor es rendirse. Confesaré que el siglo pasado me hicieron una inspección de Hacienda con motivo. Resulta que tenía un gestor, de pasado anarquista, que decidió que yo era una cochina burguesa y enredó mi declaración para darme un escarmiento. Culpa mía por confiar en quien no debía, desde luego, y limitarme a dar el visto bueno sin revisar los números.
Desde entonces, y aunque mi actual gestor es tan escrupuloso como encantador, me gusta empezar el mes de abril bajando el borrador de la declaración. Normalmente me llevo un susto morrocotudo porque al ser de letras me lío con los números y no acierto con las deducciones, pero, en esta ocasión, mis previsiones estaban por encima de ese número, siempre ingrato, que marca la cantidad a pagar. Seguro que me he equivocado y cuando llegue junio y la hora de la verdad, con la declaración definitiva hecha por un profesional, lamentaré no haber sido más hormiguita. Y eso que con la edad me he vuelto austera, recorriendo un camino que de Prada me ha llevado a Primark; hasta Zara me parece caro. Nada de gastos innecesarios. Quién me lo iba a decir.
Y aquí retomo mi alegría por ser de nuevo Iberia Plus Oro, una condición de viajero frecuente que te permite, además de evitar la cola en el control de seguridad, pasar el tiempo de espera en la sala vip, donde te puedes zampar unos bocaditos y hasta llevarte un botellín de agua para el avión y, de este modo, ahorrarte los precios estratosféricos que te cobran en los aeropuertos por cualquier cosa de comer o de beber. Y así, tacita a tacita, mirando la peseta –como, con buen criterio, nos aconsejaban nuestras abuelas–, tener en la hucha lo suficiente para pagar a Hacienda, que somos todos, lo sé.